martes, 26 de julio de 2011

#456


                  No puedo recordar el día que comencé a llamarme Daniela. Seguramente si hubiera podido escoger mi propio nombre, hubiera pensado en otra cosa menos... “aleatoria”. De hecho pienso que cualquier nombre que uno pueda ponerle a un niño pequeño es un poco aleatorio, porque no te puedes basar en muchos rasgos de su personalidad para decidir algo apropiado. Quizá es por eso que algunas personas piensan que el niño se acomodará al significado de su nombre y no al revés. En mi caso, no creo que mi nombre me haya afectado el curso de mi vida, o por lo menos eso espero. De hecho recuerdo pocos momentos en los que realmente me haya sentido llevada a reflexionar sobre ese tema, pero curiosamente los recuerdo muy bien.
                  A eso de los 5 años, en el colegio, estaba dibujando, rayando, garabateando, y no sé qué me hizo pensar al respecto, pero recuerdo haberme levantado de mi puesto y haber caminado hasta donde estaba mi tocaya Daniela Chinchilla, y haberle preguntado si le gustaba su nombre. Seguramente logré convencerla de que nuestro nombre no era bonito, porque al rato decidimos que nos lo cambiaríamos apenas pudiéramos.
                  Más adelante me enfrenté formalmente con mi nombre, cuando me enseñaron escritura caligráfica. Curiosamente la D mayúscula, la F mayúscula y la E mayúscula se me hacían las letras más difíciles de escribir, y por eso mi nombre (Daniela Figueroa Echandía) siempre quedaba escrito horrible. Mis profesores no eran nada amables ni indulgentes, y se la pasaban regañándome: recuerdo haberme sentado a hacer planas de D, F, y E por horas, y seguramente ahí pensé de nuevo en cambiar de nombre.
                  Muchos años después me aficioné a la numerología con mi mejor amiga, y quizá fue la única vez que me preocupé por un significado espiritual de mi nombre. No recuerdo bien el número que me daba Daniela sólo, pero Daniela Figueroa Echandía juntos daban un 11, un número “especial” que de alguna forma me hacía feliz, como a cualquiera. Aun así fue una afición pasajera y pronto me olvidé de mi suerte especial. 
                  Hoy en día me doy cuenta que mi nombre es más una formalidad que otra cosa. Las personas que me aprecian o que son más bien cercanas a mi nunca me llaman por mi nombre, ni siquiera por su diminutivo “Dany”, que tanto me irrita. Más o menos como si supieran, sin haberles dicho nunca, lo indiferente que es para mí: de hecho por fin abandoné las ansias de eliminarlo de mi vida, convirtiéndolo realmente en un recurso tan soso y falto de significados, como si me llamara #456.

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